La psicodelia es un sinónimo de libertad, y la banda japonesa Acid Mothers Temple dio un ejemplo de ello. Libertad de mente, de creatividad, musical, de prejuicios.

En su debut porteño sobre el escenario de Niceto, nos demostraron como se puede construir música sin atarse a nada.

Abierto el telón se los ve formados como un conjunto de freaks. Al centro, con una larga y blanca cabellera lacia, Higashi Hiroshi exprime los sintetizadores sacando zumbidos de otra galaxia. El guitarrista Tabata Mitsuru, vestido de mujer e improvisando pasos cómicos y teatrales, mostrando las piernas y levantándose la pollera, pasa de lo cabaretesco a lo punk sin escalas. Detrás de ellos, Satoshima Nani y Wolf componen la sólida base rítmica de bajo y batería sobre la que se apoya el delirio sónico. Y en la derecha, tras una maraña de rulos, Makoto Kawabata en guitarra, el alma mater y omnipresente de Acid Mothers Temple completa el combo delirante.

Sin mediar palabras con el público, todo empieza con una reversión de The Wizard (tema del primer disco de Black Sabbath), con una armónica incluida fiel al original, pero tomando ritmos y climas propios de los japoneses.
Si bien las influencias dicen presente, todo se desarma y se reconstruye en función de sus designios, tomando un rumbo absolutamente colgado y espacial. Los temas se expanden largamente, y uno ya no sabe diferenciar el punto en que son canciones o etéreas zapadas.

Pink Lady Limonade, tal vez uno de los temas más conocidos de la banda dentro de las decenas de discos editados, trae el lado más kraut, donde la batería suena con ese motorik tan reconocible de la Alemania de los 70.

El público se repartía entre fanáticos acérrimos, y curiosos que se acercaron a experimentar la sensación de la intensa psicodelia en vivo. Y todos quedaron satisfechos por igual con el viaje musical. Es que no había forma de no cautivarse con los ácidos cuelgues, o con las explosiones de sonido que tuvo el show.

Previo a los nipones, hubo otro momento para el recuerdo de los presentes. Reynols, aquella banda de culto de los 90. Disuelta mediados los 2000, volvió a reunirse para la ocasión. Sin Tomasin, su icónico baterista. Los restantes tres Reynols dieron la oportunidad de vivir la experiencia a un público que probablemente no pudo verlos en su momento.
Es que Reynols fue una banda prácticamente ignorada en el país, pero que supo ganar popularidad en el exterior, al punto de que todos sus discos están editados afuera, y ninguno en Argentina.

En vivo, Reynols suena como una gran zapada. 45 minutos sin parar, donde nada parece estar predeterminado. Pueden empezar combinando batería y flauta, integrar un violín o metiendo voces guturales al estilo mongol. Es como un gran rito ancestral, donde la música no suena como nada conocido. Hay momentos donde el caos se torna absoluto y no hay nada a que aferrarse, solo queda perderse en el sonido.

Dicho en palabras salidas del documental que cuenta su historia (Buscando a Reynols), “Es la nada siendo todo, solo música por ser música”.

Una frase, que puede aplicarse perfectamente a una jornada donde la psicodelia fue un sinónimo de libertad.

Reseña: Reynaldo Moreno